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“Cultura y poder político en México”, por Carlos Herrera de la Fuente

Secretaría de Cultura

El año pasado concluyó con dos noticias que la mayoría de los medios de comunicación mexicanos reportaron como si se tratara de sucesos inconexos. De un lado, se dio cuenta de las reiteradas protestas de los maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) en diversos estados de la república en rechazo a la reforma educativa y a su sistema de evaluación centralizado y homogeneizador, así como de la represión cada vez más violenta en su contra; del otro, se informó sobre la creación de la nueva Secretaría de Cultura que, a partir de este nuevo año, según el Diario Oficial, se hará cargo, entre otras funciones, de la elaboración y conducción “de la política nacional en materia de cultura”, así como de la conservación, protección y mantenimiento de “los monumentos arqueológicos, históricos y artísticos que conforman el patrimonio cultural de la Nación”.

Sobre este último acontecimiento, diferentes artistas, intelectuales, académicos y, por supuesto, políticos dieron su opinión, algunos a favor, otros en contra, sin cuestionarse si la crisis educativa que vive el país (una crisis en todos los niveles, que incluye la protesta docente) no tendría algo que ver con el atraso y el abandono cultural que sufren la mayoría de sus regiones, así como con el deplorable estado en el que se hallan (cuando existen) gran cantidad de bibliotecas, teatros, centros comunitarios, etc., en los diferentes municipios y comunidades. No. Desde ahora, la Secretaría de Educación Pública, se nos dice, no tendrá que ver directamente con las cuestiones culturales de México. Pero, ¿qué es lo que entiende el presente gobierno de la república por cultura y educación? ¿Es posible desconectar estos dos ámbitos a través de un simple acuerdo del Congreso?

Lo cierto es que en México, desde las épocas del priismo hegemónico, a pesar del discurso oficial y de las ineludibles referencias a la figura de Vasconcelos, la cultura y su promoción han sido pensadas en función del mantenimiento del poder político y de la estabilidad de la relación entre la clase gobernante y los grupos artísticos e intelectuales, antes que en pos del desarrollo de un espíritu estético y crítico de carácter autónomo (el único que, en términos modernos, podría considerarse como fundamento del desarrollo cultural de una nación). De nada sirve discutir acerca de la eficacia que pueda llegar a tener una nueva Secretaría de Cultura si lo que hay de trasfondo es una comprensión deficiente de la labor del Estado en el proceso de promoción cultural. Las cosas pueden funcionar muy bien (aunque difícilmente en México), pero de qué serviría esto si lo que se consolida es una visión errónea de la cultura en nuestro país. Éste es el punto.

Por eso no se puede estar de acuerdo con la afirmación que hace Pablo Gómez en un artículo (AN, 18 de diciembre de 2015) diciendo que “no se trata ahora de ponernos a discutir el concepto cultura porque ese es un tema en el cual no tiene por qué haber acuerdo pleno”, cuando es justo la comprensión de lo que debe ser la cultura y su promoción en el país lo que está a debate.

Por supuesto, no se habla aquí de un debate epistemológico sobre el término ni de la definición última de la palabra que nunca convencerá plenamente a todos por más consenso que exista, sino de la función concreta del Estado en el proceso del desarrollo cultural de la nación. Después de tantas décadas de interferencia y manipulación política de las cuestiones culturales, no tendría por qué haber prisa a la hora de formular una propuesta genuina sobre el tema, que no sólo involucrara a intelectuales y “miembros de la comunidad artística”, como se les suele nombrar, sino a los distintos sectores de la población mexicana articulados en instituciones educativas y culturales, centros comunitarios, organizaciones independientes de artistas y artesanos, etc. Lo primero a modificar, de manera urgente, es el concepto que tenemos sobre la cultura en México. ¿Cuál ha sido éste?

Desde el momento en que se consolidó el Estado revolucionario en México, éste comprendió a la cultura como un mecanismo para la consolidación del proyecto de nación que se buscaba implantar.

Aunque parezca casi una blasfemia decirlo, esta función de la cultura se encuentra ya, en germen, desde el momento de la creación de la Secretaría de Educación Pública a manos de José Vasconcelos. Cierto, José Vasconcelos, el más valioso secretario de educación pública que hayamos tenido, no separó nunca el proyecto educativo del proyecto cultural y fue un incansable promotor de la cultura clásica y popular mediante la creación de múltiples bibliotecas, escuelas rurales (Casas del Pueblo), publicaciones, exposiciones (la primera Exposición del Libro en el Palacio de Minería se dio en su periodo), al igual que impulsor de campañas de alfabetización e instrucción en diversos ámbitos.

A esto es necesario agregarle la inclusión de los grandes muralistas mexicanos en el proceso de desarrollo cultural de la nación, a los que se les abrieron las puertas de los edificios institucionales para que pintaran sus muros. Es justo en este último punto donde se esboza por primera vez la forma en la que el Estado se relacionará con los artistas e intelectuales a lo largo del siglo XX: incluyéndolos en la consolidación de su proyecto político a través de la apertura de espacios, apoyos económicos y reconocimientos, siempre y cuando se mantuvieran dentro de los lineamientos políticos preestablecidos y contribuyeran a difundirlos.

De nuevo, la libertad de los muralistas en la época de Vasconcelos fue amplia, y así como se pintaron figuras trascendentales de la revolución, se dejó que aparecieran a su lado los rostros de Marx, Engels, Lenin, etc. No obstante, dentro del discurso de la formación del Estado revolucionario mexicano, la participación de los muralistas y de varios artistas e intelectuales en el proceso de su consolidación fue fundamental para crear el mito de la unidad nacional.

Este rasgo se acentuará y fortalecerá con la creación del PRI en la segunda mitad del siglo XX. A partir de entonces, los intelectuales y creadores fueron incorporados paulatinamente a la estructura institucional, ya fuera como burócratas en las instituciones de educación pública y difusión cultural y artística, o bien como agregados diplomáticos o, incluso, embajadores. Casi todos los más grandes intelectuales mexicanos del siglo XX formaron parte, de una u otra forma, de las instituciones del Estado, por lo que si bien llegaron a ejercer una crítica a éste, lo hicieron casi siempre dentro de las fronteras marcadas por el poder político (con excepciones notables, como la de José Revueltas).

A los presidentes priistas nunca les interesó promover los valores culturales propios de las naciones democráticas (libertad de expresión y de prensa, pluralismo crítico, apertura de los medios de comunicación a la participación ciudadana, etc.) y si bien en esa época la educación básica corrió una mejor suerte que en nuestros tiempos, lo cierto es que, en términos de la cultura, su interés se centró en mantener a la mayoría de los intelectuales y creadores “dentro del redil”, con la finalidad de evitar cualquier tipo de fisión ideológica en la estructura política.

Las cosas empezaron a cambiar a partir de 1968 con el movimiento estudiantil, el cual recibió un apoyo decidido de ciertos intelectuales mexicanos con prestigio internacional, y esta tendencia se fortaleció hacia 1988, cuando el esquema del partido hegemónico se vio seriamente resquebrajado con la formación del Frente Democrático Nacional que estuvo a punto de tomar las riendas políticas de la nación. Bajo la exigencia de la transición democrática del país, los intelectuales no se dejaban ya integrar tan fácilmente a la estructura institucional del Estado, por lo que se hizo necesario pensar en una nueva forma de incorporarlos y mantenerlos controlados.

Entonces el gobierno de Salinas de Gortari decidió crear el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CONACULTA). Si bien su objetivo expreso fue contribuir a la promoción, el apoyo y el patrocinio de los eventos culturales de México, su verdadera función consistió en otorgar becas y apoyos económicos a intelectuales y creadores artísticos, así como a sus publicaciones y empresas culturales. De esta manera, muchos de los otrora críticos se convirtieron en dóciles promotores del Estado mexicano y de la “transición democrática”, o bien, como antaño, mantuvieron su crítica alejada de todo tipo de radicalismos.

Eso fue lo que generó el esquema “cultural” con el que actualmente contamos: voces, plumas y rostros repetidos hasta el hartazgo que son los mismos que siempre ganan todo tipo de premios, reciben todas las becas que el Estado ofrece y monopolizan las publicaciones existentes, dejando marginados a los nuevos creadores, a menos que pertenezcan a uno de los grupos de poder, lo que termina potenciando los lazos de corrupción y nepotismo.

Con un esquema distinto, lo único que se consolidó fue la misma subordinación de la “comunidad artística e intelectual” al poder político y a su estructura institucional y corrupta, sin que la cultura lograra realmente democratizarse llegando a los ciudadanos de a pie o, por lo menos, a los creadores jóvenes e independientes. Por si fuera poco, este esquema escindió aún más la conexión entre la formación educativa y el desarrollo cultural al centrarse unilateralmente en la promoción de figuras y grupos ya reconocidos nacional e internacionalmente (y que, por cierto, no necesitan de un apoyo económico extra del Estado), sin entender que la única cultura posible en un país democrático es la que involucra activamente a los ciudadanos en el proceso de creación artística e intelectual, resguardando siempre la autonomía crítica de su pensamiento.

Carente de una reflexión sobre el pasado y de una voluntad de corregir la errónea y perversa concepción que, desde el poder, se ha formado acerca de la actividad cultural, los ciudadanos mexicanos no pueden esperar mucho de la nueva Secretaría de Cultura, la cual pasa a sustituir al CONACULTA. Lo más probable es que ahora que se ha concentrado en sus manos las labores del INAH y del INBA, separándolos de la SEP, el esquema bosquejado más arriba se reproduzca de manera ampliada. No es casual que el replanteamiento de la política cultural en nuestro país se dé en el contexto de un gobierno priista (los panistas entienden poco del asunto). Súmese a esto el interés creciente de los gobiernos neoliberales por privatizar los espacios culturales y concesionar a particulares la administración y el usufructo del patrimonio nacional, y se entenderá de inmediato el grave deterioro de la cultura al que se enfrenta nuestro país.

Ningún Estado democrático moderno con perspectiva social puede darse el lujo de desatender su desarrollo cultural sin enfrentarse, de inmediato, a una serie de consecuencias desastrosas para su propia democracia. Atender la cultura no significa dar becas, apoyos económicos o premios a figuras reconocidas o a grupos de poder, ni promover espectáculos de luz y sonido, gestionados por particulares, en zonas arqueológicas. Por cierto, ello no redunda tampoco en la eliminación de apoyos o becas a grupos e individuos creativos que en verdad lo necesiten.

Lo importante es que ése no debe ser el enfoque central de la política cultural, sino el impulso a la participación ciudadana en todos los espacios educativos, intelectuales y artísticos del país, acompañado de una inversión decidida por parte del Estado en toda la infraestructura necesaria para que esa actividad se lleve a cabo, autónomamente, de la mejor forma posible (escuelas, universidades, institutos de investigación, bibliotecas, espacios de exposición, teatros, cines, publicaciones, etc.). Ello significa, entre otras muchas cosas: apertura y democratización de los medios de comunicación (prensa, editoriales, radio, televisión, internet) a la ciudadanía (no sólo a los poderosos grupos privados). Sin una política democrática de medios, la ciudadanía está condenada a ser una consumidora pasiva de lo que le imponen los emporios nacionales e internacionales, sin ser capaz de incidir mínimamente en su realidad cultural. Se sabe de sobra: a estos emporios no les interesa la calidad, sino las ganancias. No hay que esperar nada de ellos.

La cultura la crea la gente de cada nación, no el Estado ni las empresas. Pero es obligación del primero asegurarse de que los ciudadanos puedan desplegar sus actividades culturales de manera libre y crítica sin estar sometidos a sus intereses políticos ni a los privados de las segundas. Para transformar e impulsar la cultura en México es indispensable repensar su pasado y dar un giro radical hacia la democratización y autonomía del ámbito artístico e intelectual del país. Por ahí habría que empezar.

* Carlos Herrera de la Fuente (México, D. F., 1978) es un filósofo, poeta y ensayista mexicano. En el año 2012 obtuvo el grado de doctor en filosofía por la Universidad de Heidelberg, Alemania. Ha publicado dos poemarios (Vislumbres de un sueño, 2011 y Presencia en fuga, 2013) y un ensayo de filosofía (Ser y donación. Recuperación y crítica del pensamiento de Martin Heidegger, 2015). Ha colaborado en las secciones culturales de distintos periódicos y revistas nacionales: El Financiero, De largo aliento, El Presente de Querétaro, etc. Actualmente escribe la columna Excursos en el periódico cultural La Digna Metáfora, donde aborda temas relacionados con la estética y la literatura.

Gracias a Aristegui Noticias, de ahí tomamos prestada/robada esta información.